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Homilía del Obispo de Jaén en la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María

Saludo al Ilustrísimo Cabildo Catedralicio, a los sacerdotes y a los religiosos que estáis presentes en esta hermosa celebración.

Especialmente saludo a nuestro Seminario San Eufrasio, pues hoy celebramos a su Patrona, la Inmaculada Concepción. Pido por vosotros, querido Rector, D. Juan Francisco, y formadores, para que el Señor os conceda Sabiduría y Fortaleza para este servicio, que desempeñáis a nuestra Iglesia Diocesana, de hermosa “filigrana”. ¡Gracias por vuestra entrega diaria! Y, también, por vosotros, queridos seminaristas. Pienso en vuestra valentía y en las fuerzas que tenéis para estar aquí entregando ya vuestra vida a Dios y a los hermanos desde vuestra formación en el estudio, en la convivencia diaria, en vuestro crecimiento humano, pastoral y de vuestra vida espiritual. ¡Qué grandes sois! Os animo a seguir perseverando en el empeño de responder cada día a la voluntad de Dios.

 

Estimados hermanos todos en el Señor.

No sabemos muy bien por qué, pero la fiesta de la Inmaculada Concepción llega hasta lo más hondo de nuestro corazón de cristianos.

La Virgen María, en su vida humilde y sencilla, se encuentra, de pronto, con una propuesta singular: Dios necesita de su persona para llevar a cabo una misión única: ser la Madre del Mesías.

Desde su limitación, y en el reconocimiento del poder de Dios, se entrega plenamente a la voluntad del Señor: “He aquí la esclava del Señor, que se haga en mí según su palabra

El Señor pensó en Ella para una misión y en su concepción fue preparada para albergar la gracia necesaria para que Dios pudiera encontrar una puerta por la que entrar a la humanidad. Con su corazón limpio y santo recibió al Hijo de Dios en nombre de toda la Humanidad.

María “fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente”, así lo definió el Papa Pío IX en la proclamación del dogma de este Misterio, en 1854. Siendo Ella, la primera redimida, en previsión a los méritos de Cristo que nos alcanzó por su pasión, muerte y resurrección.

El ángel la llama, “la llena de gracia”. “La gracia” es aquello con lo que Dios se asoma y se inclina hacia la creatura. La llena de gracia POR CRISTO, pues, iba a ser la Madre de Dios; y POR NOSOTROS, pues, iba a ser la Madre de la Iglesia.

Queridos hermanos, todos tenemos una visita del Señor. Estos días estamos celebrando el Adviento, que significa el “advenimiento” de Dios a nuestra vida… Dios sale a nuestro encuentro. Ya salió de una forma hermosa en y a través de María. Pero, también sale a lo largo de nuestra vida, y en el día a día… Lo bueno, es dejarnos alcanzar, dejarnos encontrar por su amor. Un amor que nos pedirá también una respuesta de amor…

Todos tenemos algo importante que hacer dentro de los planes de Dios. A todos, también, nos saluda el Ángel: Dios te salve, Juan, Antonio, Inés, María José… “Dios te salve”. El Señor está contigo. Tú también tienes el Espíritu de Dios, su gracia, para vivir como una persona libre, para ser dueño de tu vida y de tus sentimientos, de tu voluntad, para ser puerta de Cristo en medio de este mundo, y hacer el bien y ayudar a vivir a quienes están cerca de ti y necesitan contar contigo para superar sus dificultades y recorrer el camino de la vida, dejando que Dios se encarne en tu vida.

La Virgen Inmaculada es el mejor modelo, el más seguro amparo de nuestra fe, de nuestro amor a Jesús, de nuestra vinculación personal a Él. Y como en las bodas de Caná, Ella nos dice a todos nosotros: “¡HAZ LO QUE ÉL TE DIGA!” ¡Escucha siempre la palabra de Jesús! ¡Vive en una comunión permanente de fe y de amor con Jesucristo! En Él está la salvación y la vida verdadera.

Mirándola a Ella, contemplo tres ACTITUDES que quiero compartir con vosotros, de una manera especial con vosotros seminaristas y con aquellos jóvenes que puedan estar llamados por el Señor a una especial entrega, y que son tres hitos a cuidar en el camino de nuestra vida:

La primera de ellas es VALENTÍA. La Virgen María fue valiente en su confianza en el Señor, en su fe… Sabía muy bien de las dificultades que le acarrearía el compromiso que adquiría al asumir ser Madre de Dios, con José, con sus coetáneos… Podrían haberla repudiado y matado, y sin embargo Ella confió totalmente en el proyecto divino: “Hágase en mí según tu palabra”

Nosotros, sus hijos, también tenemos que ser valientes a la hora de responder a nuestro “ser hijos de Dios” y aceptar sus proyectos. Estamos viviendo en un momento donde ser Cristiano no está de moda, donde no se entiende nuestra fe, donde en ciertos momentos se nos rechaza o se nos desprecia, donde nos quieren arrinconar a las sacristías, despreciando nuestra opinión, nuestra moral (aquella que ha hecho que crezcamos como personas)… donde incluso, en lugares de nuestro mundo, se nos mata por esta fe.

Mirarla a Ella nos alienta y, como el Ángel le dijo, nos dice: “No temas” ¡Confiad en su gracia!… Él también te mira a ti con amor.

La segunda actitud es la DOCILIDAD. María es la mujer atenta y despierta que escucha la palabra de Dios y la acoge y le da cuerpo y le abre la puerta del mundo. Ella se dispone totalmente al Plan de Dios: “Aquí está la esclava del Señor…”

Es la mirada de una mujer que está totalmente abierta a Dios y a los demás. No pone ninguna dificultad, no pide ningún signo especial, no insiste en que ella no es adecuada para esa misión.

Nosotros, buscamos seguridades, cosas que nos aseguren la felicidad. Sin embargo, la felicidad está en Dios, y Ella nos enseña a estar disponibles a Él. No tengamos miedo a ser dóciles, a ser una “carta en blanco” para que Dios escriba en ella, como lo fue la Virgen María. Abramos nuestro corazón y nuestra vida, a la gracia de Dios. Él no nos quita nada, nos lo da todo… Ese “todo” no es lo efímero, sino lo verdadero… La VIDA.

Y la tercera actitud es la GENEROSIDAD. María ofrece a Dios toda su persona, no se reserva nada. En su carne se engendrará y le dará a luz al mundo, durante treinta años lo cuidará, alimentará, le enseñará… se unirá a Él en su redención, hasta la muerte en la Cruz, convirtiéndose en la Madre de toda la Humanidad y desde el cielo intercede por todos sus hijos. Se entrega por entero a Dios y a su proyecto redentor.

No tengamos miedo de ofrecer al Señor nuestra vida, esto es, poner nuestro corazón en Dios y vivir nuestra vida desde Él. De esta manera, nuestra vida encontrará su sentido, su razón de ser, viviremos en libertad, en justicia y paz.

Pero, esta entrega, con una finalidad: servir a Dios y a nuestros hermanos. ¡Qué diferente sería nuestro mundo si la consigna de nuestra mente y de nuestro corazón fuese ¿cómo yo mejor servir hoy a mi esposo, a mis hijos, a mis amigos, a mis conciudadanos, a mi Comunidad del Seminario, a mi presbiterio… para que ellos sean más felices?… ¡Nuestro mundo sería feliz!

Hagamos sitio en nuestra vida para la presencia de la Virgen María. Qué hermoso sería si en nuestra vida familiar hubiese momentos de oración que mantengan y fortalezcan la verdadera devoción mariana en las nuevas generaciones.

Que Ella bendiga ahora y siempre nuestras vidas, que bendiga vuestras familias, vuestros hijos, vuestros ancianos, los enfermos y moribundos, que bendiga las instituciones culturales, sociales y políticas, que bendiga a nuestra Iglesia, a nuestro Seminario enriqueciéndolo de abundantes vocaciones, y así con su amor de Madre, nos ayude a caminar hasta el encuentro definitivo con su Hijo, con gozo y esperanza.

No quiero terminar sin hacer referencia a que hoy se clausura el Año de San José. Año convocado por el Papa Francisco para conmemorar el 150 aniversario de la declaración, por el Beato Pío IX, de San José como Patrono de la Iglesia universal, donde se nos ha regalado la Carta Apostólica Patris Corde (Amor de Padre) y, especialmente, se nos ha ofrecido el regalo admirable de la indulgencia plenaria que es perdón y misericordia, gozo y esperanza que nos asegura el don de Dios que nos ama y nos perdona.

Que él proteja nuestra Iglesia Diocesana de Jaén y nos guie en el camino a la casa del Padre.

+ Sebastián Chico Martínez
Obispo de Jaén