”Parare vias domini”
Este es mi lema. La elección tiene muchas explicaciones. Una, por ejemplo, es que en uno de los momentos más fecundos de mi sacerdocio, siempre me moví con esta motivación. Pero puedo asegurar que, en mi ministerio sacerdotal, siempre tuvo una especial fuerza espiritual esta misión del Bautista. Él fue el último entre los muchos personajes bíblicos, mujeres y hombres, que tuvieron un protagonismo y un significado en la historia de la Salvación, que no tenía otra intención pedagógica en Dios que procurar la mejor preparación posible para el caminar de su Hijo Jesucristo, cuando viniera a la tierra a culminar su proyecto salvador en favor del hombre. Y digo la mejor preparación “posible”, y pongo comillas porque, afortunadamente, Dios siempre cuenta con nuestras dificultades para recibir la Palabra y la acción de Dios en toda su verdad y significado. Y por tanto sabe que con nosotros las cosas las tiene que hacer siempre según nuestras posibilidades.
En mi oración joven, ya seminarista, pensaba en lo que me vendría encima cuando tuviera que caminar en el desierto del ministerio para cumplir mi misión; siempre quise entender que lo que me correspondía no era otra cosa que ser un precursor que, humildemente, no tiene otra misión que preparar el camino del Señor. Supe siempre que sería una misión preciosa, que solo sería posible de cumplir si llegaba a entender cómo es el caminar del Señor. Siempre entendí que para cumplir esta misión tenía que ir detrás de Él, observando cada paso, cada parada, cada mirada, cada gesto, cada sonrisa, cada silencio, cada lágrima, sus momentos de tristeza o de dolor…
Comprendí que tenía que acompasar el caminar de mi vida siempre con el ritmo de Jesús, que es un ritmo que se adapta a los que encuentra en el camino y así va poniendo, para todos, tono de compasión y de misericordia. Sobre todo, entendí que había que procurar no estorbar, para dejar, como precursor, que sea Jesús mismo el caminante. Solo Jesús debería de tener el perfil alto en el camino de mi ministerio; el nuestro tendrá valor si entra en el camino de Jesucristo y busca con Él lo que Jesús lleva en el corazón.
Con Jesucristo y en su corazón quise siempre estar con vosotros. Os lo aseguro, no tengo otro interés que me haya movido en estos cincuenta años que no haya sido mi ministerio como servicio y donación a los demás. Aunque no me gusta exhibirlos, porque eso puede ser errático, seguramente tengo muchos defectos, y lo acepto, porque sé que pertenecen a mi condición humana. Pero durante 50 años le he pedido al Señor que me fuera, poco a poco, moldeando para que, en la medida de lo posible, mostrará su imagen y semejanza. Seguramente, no siempre le he dejado aparecer como el protagonista y le ha suplantado; pero os aseguro que, pensando en vosotros, me he puesto en sus manos, para que Él me dijera cómo quería presentarse y para que me señalara cómo tenía que actuar como precursor del que quería mostrarse al mundo a través de mi pobre y humilde persona.
Todo eso lo ha ido haciendo conmigo el Señor en la Iglesia, mi madre, a la que amo profundamente, aunque a veces le vea las arrugas de quienes la formamos. El Señor nos hace a los sacerdotes con su pueblo, con los creyentes, con los que son sus fieles, con los más cercanos y con los que muestran con frecuencia la dureza de su corazón. Por eso, siempre le pedí que me hiciera a imagen y semejanza de mi pueblo, de aquellos a los que he servido como sacerdote: sacerdotes, religiosos y laicos. A mi me ha hecho siempre tal y como eran aquellos a los que servía, aunque me da pudor decirlo, porque sé que, con derecho, algunos puedan pensar que no siempre ha sido así. Pero yo también tengo derecho a decir que he notado que el Señor me ha ido haciendo con un material precioso: el de compartir la misma fe, el mismo amor, la misma esperanza. He aprendido en el ministerio que el Señor me moldeaba con la paleta del amor de nuestro pueblo, que siempre es un fiel reflejo de su mismo amor.
Hoy os quiero dar las gracias por haberme acogido con tanto afecto como Obispo y pastor a todos los giennenses; gracias por vuestras oraciones, gracias por vuestro testimonio, gracias por el sentido de Iglesia que se respira en esta Diócesis. Gracias por evangelizar conmigo, por mostraros como pueblo de Dios en salida, gracias porque estamos siendo juntos una Iglesia con el sueño misionero de llegar a todos. Gracias por compartir conmigo el amor a María, Madre sacerdotal, la Virgen de la Cabeza.
+ Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Jaén
”Parare vias domini”
Este es mi lema. La elección tiene muchas explicaciones. Una, por ejemplo, es que en uno de los momentos más fecundos de mi sacerdocio, siempre me moví con esta motivación. Pero puedo asegurar que, en mi ministerio sacerdotal, siempre tuvo una especial fuerza espiritual esta misión del Bautista. Él fue el último entre los muchos personajes bíblicos, mujeres y hombres, que tuvieron un protagonismo y un significado en la historia de la Salvación, que no tenía otra intención pedagógica en Dios que procurar la mejor preparación posible para el caminar de su Hijo Jesucristo, cuando viniera a la tierra a culminar su proyecto salvador en favor del hombre. Y digo la mejor preparación “posible”, y pongo comillas porque, afortunadamente, Dios siempre cuenta con nuestras dificultades para recibir la Palabra y la acción de Dios en toda su verdad y significado. Y por tanto sabe que con nosotros las cosas las tiene que hacer siempre según nuestras posibilidades.
En mi oración joven, ya seminarista, pensaba en lo que me vendría encima cuando tuviera que caminar en el desierto del ministerio para cumplir mi misión; siempre quise entender que lo que me correspondía no era otra cosa que ser un precursor que, humildemente, no tiene otra misión que preparar el camino del Señor. Supe siempre que sería una misión preciosa, que solo sería posible de cumplir si llegaba a entender cómo es el caminar del Señor. Siempre entendí que para cumplir esta misión tenía que ir detrás de Él, observando cada paso, cada parada, cada mirada, cada gesto, cada sonrisa, cada silencio, cada lágrima, sus momentos de tristeza o de dolor…
Comprendí que tenía que acompasar el caminar de mi vida siempre con el ritmo de Jesús, que es un ritmo que se adapta a los que encuentra en el camino y así va poniendo, para todos, tono de compasión y de misericordia. Sobre todo, entendí que había que procurar no estorbar, para dejar, como precursor, que sea Jesús mismo el caminante. Solo Jesús debería de tener el perfil alto en el camino de mi ministerio; el nuestro tendrá valor si entra en el camino de Jesucristo y busca con Él lo que Jesús lleva en el corazón.
Con Jesucristo y en su corazón quise siempre estar con vosotros. Os lo aseguro, no tengo otro interés que me haya movido en estos cincuenta años que no haya sido mi ministerio como servicio y donación a los demás. Aunque no me gusta exhibirlos, porque eso puede ser errático, seguramente tengo muchos defectos, y lo acepto, porque sé que pertenecen a mi condición humana. Pero durante 50 años le he pedido al Señor que me fuera, poco a poco, moldeando para que, en la medida de lo posible, mostrará su imagen y semejanza. Seguramente, no siempre le he dejado aparecer como el protagonista y le ha suplantado; pero os aseguro que, pensando en vosotros, me he puesto en sus manos, para que Él me dijera cómo quería presentarse y para que me señalara cómo tenía que actuar como precursor del que quería mostrarse al mundo a través de mi pobre y humilde persona.
Todo eso lo ha ido haciendo conmigo el Señor en la Iglesia, mi madre, a la que amo profundamente, aunque a veces le vea las arrugas de quienes la formamos. El Señor nos hace a los sacerdotes con su pueblo, con los creyentes, con los que son sus fieles, con los más cercanos y con los que muestran con frecuencia la dureza de su corazón. Por eso, siempre le pedí que me hiciera a imagen y semejanza de mi pueblo, de aquellos a los que he servido como sacerdote: sacerdotes, religiosos y laicos. A mi me ha hecho siempre tal y como eran aquellos a los que servía, aunque me da pudor decirlo, porque sé que, con derecho, algunos puedan pensar que no siempre ha sido así. Pero yo también tengo derecho a decir que he notado que el Señor me ha ido haciendo con un material precioso: el de compartir la misma fe, el mismo amor, la misma esperanza. He aprendido en el ministerio que el Señor me moldeaba con la paleta del amor de nuestro pueblo, que siempre es un fiel reflejo de su mismo amor.
Hoy os quiero dar las gracias por haberme acogido con tanto afecto como Obispo y pastor a todos los giennenses; gracias por vuestras oraciones, gracias por vuestro testimonio, gracias por el sentido de Iglesia que se respira en esta Diócesis. Gracias por evangelizar conmigo, por mostraros como pueblo de Dios en salida, gracias porque estamos siendo juntos una Iglesia con el sueño misionero de llegar a todos. Gracias por compartir conmigo el amor a María, Madre sacerdotal, la Virgen de la Cabeza.
+ Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Jaén